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miércoles, 18 de noviembre de 2015

LA DESILUSIÓN

La palabra desilusión se encuentra en el vocabulario de todos nosotros, porque hemos tenido sueños que no se han cumplido. Entre más grande sea el sueño, mayor la desilusión. A veces la gente nos desilusiona. Imagínese a la mujer que descubre que su esposo tiene una aventura amorosa. Pensaba que lo conocía, y estaba convencida que nunca la traicionaría, pero ahora sus peores temores se han hecho realidad. Descubre que esa persona amada llevaba una vida secreta. ¡Qué terrible es el engaño!

Con frecuencia los padres se desilusionan de sus hijos; un jefe se desilusiona de su nuevo gerente, y viceversa. A menudo nos desilusionan las circunstancias.

También podemos desilusionarnos con Dios. Una pareja oró por un hijo, y cuando la joven quedó embarazada estaban encantados. Prepararon todo el ajuar y la cuna, pero el bebé murió en el momento del parto, "para mí Dios no vale nada" dijo el hombre furioso, ¿Por qué nos haría esto?

Otra mujer que oró por sus hijos y no recibió la respuesta a sus oraciones y dijo: "Hace tiempo que dejé de confiar en Dios y en la oración. Ni siquiera volví a orar, porque no quiero otra desilusión". 

Las personas y amigos son esenciales pero no olvidemos que son seres humanos que pueden defraudarnos o equivocarse. Afortunadamente las Escrituras dicen: «Nunca te dejaré ni te desampararé» (Hebreos 13.5). Su amistad nos sostiene, aún en medio de las criticas de amigos y enemigos, los desafíos financieros, las decepciones académicas y las relaciones destruidas. Dios es el único cuyo historial está limpio, así que tiene sentido confiar en Él. 

Pablo renovó sus fuerzas y esperanzas a través de su amistad con Dios, por eso escribe: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con Él todas las cosas?» (Romanos 8.31–32). Pablo estaba convencido de que nada podía separarlo del amor de Dios: «Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios…» (v. 38). Cuanto más pongamos nuestra seguridad en el eterno amor de Dios, menos poder tendrán las desilusiones para minar nuestras esperanzas.


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