Carlos Phillips
se casó con la muchacha más linda de su pueblo. Para su luna de miel se embarcó
con ella en un hermoso yate. Habían transcurrido sólo cuatro días de viaje
cuando hubo un horrible incendio.
La
conflagración fue de tales proporciones que muchos murieron y otros sufrieron
graves quemaduras. El yate se hundió, pero algunos lograron salvarse en los
botes salvavidas. Uno de ellos fue Carlos Phillips. Lamentablemente no se supo
nada de su esposa.
El dolor y la
tristeza embargaron el corazón de Carlos, pero tuvo que aceptar su suerte. Se
dedicó de lleno a su negocio, y en unos tres años había prosperado bastante.
Con esos nuevos recursos decidió investigar la suerte que había corrido su
amada. Contrató los servicios de un detective privado para que averiguara lo
que pudiera acerca de su esposa desaparecida.
El detective
descubrió que una joven con el rostro desfigurado por cicatrices había sido
rescatada, así que se dio a la tarea de encontrarla. Por fin la halló en una casa
a pocas cuadras de la fábrica de Phillips, donde había estado trabajando como
empleada doméstica. No había duda: era la esposa de Phillips. La desdichada
mujer había aceptado ese empleo porque sabía que así podría, aunque fuera a
distancia, ver al hombre a quien amaba tanto.
Después de
derramar muchas lágrimas, se vieron otra vez cara a cara.
-¿Por qué te
escondiste, mi amor? -le preguntó Carlos.
-Por estas
cicatrices -respondió sencillamente ella.
-¿No sabías que
estaba loco por verte? -insistió él.
-Es que no
soportaba que me vieras así -contestó cabizbaja-. Pensé que sería muy grande tu
desilusión.
La esposa de
Carlos Phillips ignoraba que el amor de su esposo no era superficial. La pobre
mujer se imaginaba que era como el amor de los demás hombres que ella había
conocido. No contempló la posibilidad de que fuera un amor incondicional, y por
lo tanto divino, ya que así es el amor de Dios. Aunque hasta ahora no se nos
haya ocurrido, muchos de nosotros somos iguales que ella. Pues así como ella
ignoraba que era incondicional el amor del hombre con quien se había casado,
también muchos ignoramos lo incondicional que es el amor del Dios-hombre,
Jesucristo, que nos ama como a una esposa.
Al igual que
las quemaduras en el cuerpo de la esposa de Phillips, el pecado ha dejado
cicatrices en nuestra vida, cicatrices que sin duda nos traen vergüenza. Pero
Cristo nos aseguró que vino al mundo a buscar y a salvar lo que se había
perdido, pues no son los sanos los que necesitan médico sino los enfermos.
Nuestro pasado no lo espanta ni lo confunde. Su amor es más profundo que las
cicatrices de nuestro pecado. Dejemos, pues, de tratar de ocultárselas. De
todos modos, a Él no se le puede ocultar nada. Corramos más bien a su
encuentro. Cristo ve mucho más allá de nuestras cicatrices, y anhela vernos tal
como somos, hasta el punto de haber dado su vida para que eso sea posible.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario